Uvas

Mariano Cervini
7 min readFeb 2, 2019

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photo: goldenshrimp

¿No son las uvas más ricas que comiste en tu vida?, me dijo mientras la arena le ocultaba los pies detrás de la sombrilla. La tarde traía un sol rasgado entre las olas. Antes de venir a la playa habíamos pasado por el supermercadito de la vuelta del hostel y a ella le había causado gracia que los pollos rostizados fueran tan chicos, muy parecidos a una paloma de las nuestras, de las que hay en Plaza de Mayo.

¿Treinta reales por un pollo? Dilma está loca, es obvio que van a devaluar, me decía mientras con las dos manos toqueteaba la mercadería y la nariz le hacía ese gesto tan de ella, de levantar la punta cuando se enojaba.

Hasta que vio las uvas.

Uvas, mirá qué baratas. Las llevo. No sé cómo esta gente puede comer así. Pura fruta y verdura; me cago de hambre. ¿Sabés lo que daría por un buen asado?

Por dios, estoy teniendo un orgasmo, dijo cuando comía en la playa y sostenía el racimo que parecía multiplicar los tonos de violeta de acuerdo a cómo ella lo moviera, o cómo les pegara el sol a las gotas de agua que contenían en la piel. Ese verano supe que las uvas tenían piel igual que las personas.

Yo hacía lectura de playa. Me había traído del lobby improvisado del hostel -una mesita donde se acumulaban libros manoseados en diferentes idiomas- La Fuga de Hitler, una investigación periodística que intentaba explicar que el Tercer Reich no había muerto en su búnker de Berlín, sino que había huido a la Patagonia. De vez en cuando miraba el mar y pensaba en Hitler. Tendría que haber venido acá.

Igual le había salido bien.

Nunca lo ubicaron. Viajó con la identidad cambiada en un submarino para llegar al puerto de Buenos Aires y ahí recién tomar un tren que lo llevó dos mil kilómetros al sur. Se ocultó durante años en una casa inaccesible entre los lagos. Pensaba en las ventajas de desaparecer para siempre después de haber hecho algo terrible. Decidí preguntarle a ella, que había puesto las uvas en un tupper con hielo y se pasaba bronceador.

-Fedra, ¿vos que pensás de Hitler?

-¿De Hitler?, no sé… flor de hijo de puta. Vos sabés que no conozco mucho de historia, no me hagas quedar como una boluda.

Eran las dos de la tarde. Antes del mar, un horizonte de arena blanca se levantaba con el viento. Un sol demasiado intermitente y salvaje se reflejaba en el brillo de un mulato que vendía mantas con el dibujo del Cristo Redentor. Fedra se quedó en silencio. Una gaviota cortó el aire con un grito. Insistí.

-Dicen que Hitler se escapó para Argentina…

-¿Quiénes dicen? ¿Qué sos? ¿Esos diarios que usan el condicional en los títulos ? “Ahora dicen que Hitler se escapó a La Argentina”, tituló poniendo voz de locutora.

-Este libro que me traje del hotel lo dice. Es el único que encontré en castellano.

Algunas gaviotas se agruparon cerca del agua. Desgarraban la carne de un pescado muerto. Fedra se pasaba bronceador por la panza.

-No es un hotel, es un hostel, porque somos pobres, pero no tanto. Como dicen en Facebook, somos hippies con obra social. Lo que pienso es que si Hitler se suicidó o se escondió es lo mismo. Suicidarse o esconderse son la misma cosa en el fondo.

-¿Y escaparse?, le pregunté.

No me contestó. La miré. Sus rulos le pasaban un poco más abajo de la mitad de la espalda. Tenía una bikini verde con flores azules. Se paró. Sus pies chuecos desentonaban con la cintura diminuta. Al verla en movimiento, las gaviotas se espantaron. Un surco blanco de alas y gritos interrumpió el celeste limpio de la tarde.

-Me voy al agua- dijo.

-Estás linda- le contesté.

-Ay, gracias, sos un divino-

La vi alejarse. Fedra siempre agradecía los cumplidos.

Se escapaba por la arena, una arena gruesa y blanca, diferente a todas las que había conocido hasta conocer a Fedra y empezar a compartir cosas estúpidas como dormir abrazados o hacer competencias de Pang. El Pang es un arcade de los ochenta en que un explorador con casco y escopeta rompe globos enormes y a cada disparo que da en el blanco el globo se rompe en dos mas pequeños, como si los globos fueran muñecas rusas que contienen otros adentro y así hasta que quedan globitos muy chicos rebotando en la pantalla que al final podés destruir con un último disparo. El juego se podía jugar de dos a la vez. Fedra lo sufría pero le encantaba. Daba indicaciones. Ponete más allá. Correte que me tapás. ¡Ahí baja el globo! ¿¡Sos tarado!?, ¡Correte! Pocas veces me reí tanto como aquellas noches que jugábamos hasta que volvía el día y nos daba hambre de tanta risa y encendíamos la camioneta y nos íbamos a comer hamburguesas al Auto Mac de Córdoba y Medrano.

Cuando volvió del agua había bajado el sol.

Pensé que te habías ido, fue lo primero que se me ocurrió decirle.

Qué tarado, ¿A dónde me voy a ir?

Señores pasajeros, la carga de combustible ha finalizado. La azafata de aerolíneas se parecía a Lali, la cantante argentina. Fedra viajaba por primera vez en un avión. Cuando se encendieron las turbinas, me agarró la mano y me dijo: no está bien que nos vayamos así, que nos escapemos.

Quedate tranquila, linda, no pasa nada.

Ella se puso colorada y trató de disimular el llanto haciendo de cuenta que bostezaba.

Cuando estábamos en el aire, una voz nos recordó: señores pasajeros, feliz navidad.

Las personas somos como las uvas. No podemos durar sin piel. Tampoco sin celular. Antes del despegue una chica le rogaba a Lali, la azafata: por favor, no me hagas apagarlo, tengo que mandar el último mensaje. Imaginé su último mensaje: “estoy mandando el último mensaje antes de despegar, besos”.

¿Para qué necesitás golosinas acá?, con unas frutas así, ni falta hacen, me dijo mientras volvía a abrir el tupper. Pensé en Las Uvas de la Ira de Steinbeck, y que ese título sería un buen nombre para cualquier emprendimiento frutihortícola: verdulería Las Uvas de la Ira. También pensé en una uva malvada, una uva que fuera la Hitler de las uvas, que luego de matar a miles de uvas inocentes termine escondida en un tupper con hielo.

-No estamos haciendo nada malo, le dije.

Fedra dejaba que la tarde le pasara por los ojos. Miraba como un perro saltaba alrededor de un grupo de pibes que jugaban fútbol playa.

-¿Viste?, acá todos los tipos son enormes.

-En serio, Fedra, no estamos haciendo nada malo.

-Entonces llamá a tu vieja. Digo, si no estamos haciendo nada malo…

-No puedo llamar a mi vieja.

-Yo no tengo familia, pero tu mamá es tu mamá. Llamala o te juro que no me ves nunca más.

En el free shop me negué a comprar un mate-listo porque lo considero una falta de respeto al mate real. Cuando el avión empezó a carretear pensé en todas las frutas a las que no le recordaba el sabor, por ejemplo el mango, que debería estar muy bien, pero al que no podía recordar.

-Acá tenés el celular, llamala.

La gente se iba yendo de la playa. Quedaban algunos vendedores de cerveza y de queso caliente. Todavía quedaba un poco de luz.

-Hola, mamá, soy yo, Mariano.

-Hijo, hijo querido, ¿Cómo la están pasando?

-Mamá te llamo porque tengo que decirte algo

-¿Qué pasa, hijo? ¿Se quedaron sin plata? ¿Querés que te mande más?

-No, mamá. No es eso.

-¿Qué les pasa? ¿Ustedes están bien?

La voz de mamá sonaba detrás del mar, como si en vez del celular me hubiese puesto un caracol en la oreja. Me hubiese gustado contarle que en Río hay gimnasios en la playa y que la gente se ejercita al aire libre. Que unos pibes me invitaron a jugar al fútbol y me sentí gordo y viejo. Que cuando se hace de noche, en uno de los bares que dan a la playa, pasa un borracho con una pandereta que sonríe como un pirata y canta oh/ bahiano/ obá, obá, obá por unas monedas que guarda en una cajita y que si alguno no le da, sonríe igual.

-Mamá, no vas a ser abuela. Tampoco vamos a volver.

-¿Hijo, qué pasa? ¿Es por tu padre?

-No, mamá, no es eso. No vinimos de vacaciones. Fedra vino a hacerse un aborto. Tiene una médica amiga en San Pablo que nos va a ayudar. Nos vamos a quedar a vivir acá, juntamos plata todo el año para esto. Chau mamá, que estés bien.

-No me cortes, hijo querido…

En la playa, Fedra hizo un pozo en la arena y hundió el celular. Después lo tapó. Lloraba como si estuviera enterrando a alguien. No disimuló su llanto con bostezos, como había hecho antes de despegar, arriba del avión. En la playa, en total oscuridad, solo podíamos sentir el abrazo del mar que no era un abrazo real, sino algo metafórico, como el mate-listo o los recuerdos que parecían venir y alojarse en esa segunda piel invisible que todos tenemos pero no queremos mostrar.

Abracé a Fedra mientras se tapaba de la brisa con un toallón. De golpe empecé a ver chispazos en el mar, como si fueran recuerdos que se corporizaban en diminutos silencios de luz suspendidos en el aire.

Mirá, Fedra, luciérnagas.

Qué lindo. ¿No quedaron más uvas?

No, pero no te preocupes, mañana tenemos la excursión al Pan de Azúcar y en el viaje compramos todas las que quieras.

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Mariano Cervini
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