Un golpe al corazón
Ayer fui a una reunión con amigos ingeniosos, con gracia, despiertos. Cenamos panchos. Cuando llegué habían desplegado una olla humeante del tamaño de la pata de un tiranosaurio que ocupaba toda la mesa del living. Entre el agua ya hervida flotaban millones de salchichas.
Saludé a todos con un beso, los abracé. Jugaba Boca de fondo, había cervezas frías de lata. Estábamos todos un poco cansados porque era martes pero empezamos a hacer chistes y recomendarnos películas o cantantes como Justin Timberlake a los que algunos defendieron a los gritos, como si en esa discusión se les terminara la vida.
Pero no. La vida seguía ahí. Pasaba lenta como en un estanque de peces que nadan en lo cotidiano de sus pasiones.
Alguien armó una playlist donde sonaban Los Redondos. Esto me llevó a contar que hace muchos años conocí al Indio.
Me acusaron de fabulador, hubo gritos, puto mentiroso, forro hijo de puta, dejá de chamuyar viejo trolo, dijeron mientras me llovían pedazos de pan. Uno de los presentes intentó ahogarme con un pedazo de salchicha pero lo esquivé como pude y procedí a contar.
Conocí al Indio Solari en tercer año cuando con mi amigo con apellido de nombre, Sergio Rodrigo, escuchábamos en los recreos algunos cassettes que nos recomendaba Mario un puestero del Parque Rivadavia.
Mario tenía a su mujer enferma y quería irse a vivir a Bariloche. También nos habilitaba revistas porno de vez en cuando haciéndose el que no se daba cuenta. Llévense esto boluditos, escuchen rock de verdad, nos dijo una vez que nos había sobrado plata después de venderle unos libros de estudio. Nos dio La mosca y la sopa y Luzbelito. Yo me quedé con el segundo y cuando lo escuché por primera vez en el Philips doble casetera de mi casa me cambió para siempre.
Fue un golpe al mentón, un dolor desconocido. Como cuando le di la primera pitada a un porro del Negro Malecón en la esquina de Avenida La Plata y Asamblea y cuando se fue me quedé un rato con culpa y miedo pero con alegría.
Cansado, con los ojos abiertos pero idos al pasado, como un osito yummy de goma dulce que intenta no ser comido por el angurriento gordo tiempo, empecé a recordar.
En tercer año era flaco como un refugiado iraní y feo como una maceta de feria. Tenía los dientes llenos de alambres por la ortodoncia y una cara de persona que padece dengue crónico. Todo me daba miedo, menos la música y los libros.
Iba a un colegio católico de hombres en Almagro, donde cuarenta monos salvajes en cada curso, chivados, con las bolas llenas de olor y las aulas tomadas por sus pedos, eructos, escupitajos y culos peludos. Era dominar o morir.
Yo sobrevivía con un walkman que mi tía Esther me había regalado para un año nuevo. Esther era la brisa, la libertad, el verano. Tenía más de noventa años, no hablaba mucho pero sonreía. En las cenas familiares de los domingos a la noche preparaba soufflé de queso y yo le acariciaba la mano deseando que no se muera. A veces cantaba, susurraba canciones que no me puedo acordar.
En el walkman mandé Luzbelito y las sirenas. Chan chan chan parabam. La guitarra de Skay me arruinó el cerebro, lo deshizo. Después venía la voz aguda de Solari: la vida sin problemas es / matar el tiempo a lo bobo.
Al otro día, cuando nos encontramos con Sergio en el colegio, no parábamos de hablar de las canciones. Ahí empezó nuestra fiebre redonda.
Con Sergio Rodrigo intercambiamos cassettes, íbamos al parque miles de veces por semana, revisábamos cada batea hasta encontrar tesoros, grabaciones piratas, Palladium `86, Esquina del Sol `84, no sé si son los nombres que van, son los que me acuerdo, no puedo recordar gugleando no puedo usar los métodos de mierda que se usan ahora, no puedo soñar mil veces las mismas cosas, no puedo ver una película por TikTok.
Sentados al sol en el patio del recreo compartíamos un auricular cada uno. La música nos rompía como seres solitarios y nos convertía en personas que debatían a muerte estrofas de canciones, qué es ese instrumento que suena de fondo, qué tiene que ver el dibujo de la tapa con cada tema y la que más se repetía: qué verga quiso decir el Indio acá.
Acordate. Un día Sergio vino eufórico. Se corría la bola de que la banda (nosotros le decíamos así, habíamos sacado el nombre de un artículo del Sí de Clarín donde ellos se nombraban así pero no estábamos muy seguros porque habíamos perdido el suplemento) ensayaba en Almagro.
-No tiene sentido, Argentina es enorme y Solari es de La Plata, ¿como van a tocar acá a la vuelta, pelotudo?- dije.
Pero pasaban los días y el rumor crecía. Que uno en el recreo le había contado a otro que había visto de lejos a Skay. Que la sala de ensayo estaba sobre Hipólito Yrigoyen y que el Indio llegaba en un Megane polarizado que nunca manejaba él. Que Juan Marcoveccio, de cuarto año, juraba haber saludado a La Negra Poli en el bar Don Bosco frente a San Carlos. Que parecía que se juntaban los miércoles a ensayar.
-Boludo, vamos, tenemos que ir- me dijo Sergio.
Y fuimos.
El colegio quedaba a tres cuadras. Era una tarde con sol. El día anterior no parábamos de hablar de Oktubre y Sergio se había comprado un libro de Ouspensky porque no sé en qué entrevista el Indio lo nombraba. Yo me había ido al Parque a revisar libros y encontré El almuerzo desnudo.
Sabíamos que la sala era sobre Hipólito pero la altura ni idea. Cuando estábamos a punto de volver, nos volvimos locos cuando encontramos una casa con la puerta llena de graffitis. Mi genio amor. Yo no me caí del cielo. Vamos las bandas. La marca de un tesoro que alguien escondió para que otro lo encuentre.
Y acá no sé cómo contarlo. El ambiente se contagió de esa sed que te agarra en la cancha y empezás a mirar para todos lados para ver en dónde está el cocacolero. Con mi amigo nos sentamos al sol y repetimos lo que hacíamos casi todos los días. Saqué el walkman y le pasé un auricular. Nos quedamos escuchando en silencio.
De golpe empezó a aparecer gente. No mucha. Siete, doce, dieciséis. Nunca llegamos a ser más de un puñado de seres que se hacían los giles hasta que la cosa no dio para más y uno nos preguntó:
-Che, ¿acá ensayan Los Redondos? -
Sergio había llevado una cámara de fotos Kodak a la que todavía le quedaba algo de rollo.
-Ayer vi Tiempo de revancha, no sabés qué locura, cuando Luppi se corta la lengua boludo, para no hablar. Es una metáfora de la Dictadura- le contaba a mi amigo mientras las ramas de los árboles se elevaban como garras en el viento.
El Indio, boludo, el Indio. Dónde. Ahí boludo, no lo ves. Está firmandole a unos pibes, se bajó de ese auto.
Ahí estaba Carlos Solari disfrazado de Indio. Con sus anteojos negros, recién afeitado, algo distante y apurado.
Lo primero que me llamó la atención fue su voz. Era exacta a la de una o dos entrevistas que habíamos conseguido de él en cassette. Elegante, gruesa, amable.
Nos acercamos despacio como el cazador que ve al ciervo y no quiere que se espante. El tipo del póster hablaba con dos pibes en la esquina. Un tercero corrió desde la otra vereda pero el semáforo estaba en verde con el tránsito avanzando.
-Qué hacés pibe ¿querés que te maten?- fue lo primero que le escuché decir al Indio.
Sergio sacó la cámara y disparó varias veces. Dame la cámara a mí y andá a hablarle, que te saco fotos, le ordené. Sergio sacó un fibrón de la mochila y una remera de Oktubre. Indio me firmás. Si claro, claro.
Entonces, en un arranque de locura, me acerco con la convicción más grande de mi vida. No tengo idea de dónde salió eso, pero estaba seguro de lo que iba a decir.
-Disculpame, vos no sos el Indio- le dije.
Los cuatro o cinco que estaban alrededor del mito se quedaron paralizados. Sergio me miró con cara de qué carajo estás diciendo y aquel segundo duró años, siglos.
-¡Al fin uno que se dio cuenta!- devolvió Solari mientras se reía. Vení flaco, querés una foto vos también, pero rapidito.
Mientras volvíamos a nuestras casas, Sergio no paraba de putear. ¿Cómo le vas a decir que no es él? ¿Te volviste loco?
La calle cambiaba de colores. Mi amigo mandó a revelar las fotos. En una, intento abrazar al Indio que se corre lo más que puede de mi mano.
La guardé en mi mesa de luz y sobrevivió a mudanzas, enamoramientos, decepciones. A veces abro el cajón para mirar aquel pasado como si pudiera volver atrás a esa juventud que se esfumó en el aire.
Porque el tiempo es una trampa y no podemos hacer nada para evitarlo. Lo bueno es que nos queda el recuerdo y la historia para contar. Una vez y mil veces.