Mariano Cervini
3 min readFeb 4, 2025

No existe una sola persona importante en mi vida con la que no haya compartido una sala de cine. Puede que haya seres relevantes, pero esa relación cambia para siempre cuando algún día decidimos de mutuo acuerdo hacer una fila en la que hablamos banalidades y luego cruzamos el Rubicón del ticket de papel para quedarnos suspendidos por una o dos horas en esa oscuridad tan similar a los sueños.

La mayoría de las veces me intereso por la película, aunque debo admitir que en algún momento dejo de prestarle atención a la historia por algunos segundos y uso el rabillo del ojo para espiar a mis acompañantes. Me molestan sus risas fuertes, ni que hablar si son forzadas, y celebro las sutilezas como caras de asombro mínimas o palabras dichas en voz muy baja que reflejan lo que viven mientras pasan las imágenes y la música.

Odio a los que comentan cualquier cosa, ni que decir de los hijos de re mil puta que se duermen, aunque prefiero un dormido a un gritón. La primera vez que abrieron las salas después de la pandemia fui con una ex a ver 8 y 1/2 de Fellini remasterizada y sentí que estaba volando. Pensé que si era la última película que iba a ver, estaba más que bien. En los cines no hablo ni me duermo. Son como las dos reglas que tengo y respeto desde mi raro nacimiento. Tal vez, si tengo que decir algo muy importante, me acerco al oído del acompañante y lo digo, pero trato de que sea una sola vez en toda la película. Nada puede ser tan importante como para interrumpir al cine.

Me gustan Almodóvar y Buñuel, en ese orden. También Alex de la Iglesia, al que conocí una madrugada en Madrid, cuando era millonario y podía viajar. Le pedí una foto y me invitó a comer churros. Hablamos de actores malos y buenos, de vinos argentinos de los que no sé absolutamente nada y de sombreros, tema del que me considero un experto. Estuvimos unas dos horas y nos despedimos para siempre muy cerca de la Gran Vía. Al otro día se iba a encontrar con Sabina. Le pregunté que en dónde, pero me contestó que tampoco me abuse de su confianza y largamos una carcajada. Cuando estaba por dar la vuelta a la calle se volteó y me gritó: ¡Dile a tus compatriotas que no vean Marvel, que todo parece un puto juego de Playstation!

Los planos de Fellini, demenciales. La música recurrente. Un personaje que intenta una y otra vez hacer algo, hacerlo mejor, y al final puede. A veces no, pero en esa locura también hay esperanza. Para mí todas las películas de ese chabón son una celebración de lo efímero de la vida. Vestir de traje blanco impecable, sentado en una reposera, en una finca con viñedos. Fumarse un habano mientras se bambolea el mar. El corazón puesto en cada plano. No estoy diciendo nada nuevo, pero como no soy crítico ni entiendo una verga de teoría cinemática comparacional me chupa un huevo.

En Buenos Aires está todo sucio. Las calles emanan un olor a podrido nunca igualado mientras el jefe de Gobierno vive en San Isidro. Si tuviera poderes, protegería a Buenos Aires de todo mal, aunque sé que no es necesario, que la ciudad se entiende muy bien con él, y que tiene la cualidad de renacer metida en su alma. A mí no me molesta ver el lado oscuro de la luna, pero como la vida es corta como la pija de Jorge Macri preferiría que me toque el brillo antes que la decadencia.

Tengo un aire acondicionado marca Sanyo del año del mega orto que anda para la mierda. Seguro tiene metida toda la suciedad de esa Buenos Aires derrumbada en el filtro y debería desarmarlo. Igual hoy no, ya es muy tarde.

Mariano Cervini
Mariano Cervini

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