Los hilos de oro de la vida
Mamá abrió la puerta de su casa de Almagro. Era marzo y seguían colgadas las luces de led en la escalera detrás de un trineo montado por un Papá Noel de plástico. No había renos. Hacía calor. Al menos guardó el arbolito, pensaba mientras me aplastaba el olor de unos jazmines medio marrones flotando adentro de un cenicero de vidrio del dressoir. Me jodí un tobillo pero no te dije nada porque era domingo y andá a saber qué estabas haciendo vos, hijo querido. Mientras rengueaba hacia el patio, hablaba de Dios. Dijo que estaba enojada con El Papa. Nunca pensé que iba a darnos este disgusto de volverse tan afín al gobierno. ¿Vos te acordás el día que lo eligieron, hijo? Estaba tan emocionada. Me acuerdo que viniste a verme, y yo bajé las escaleras como una loca, casi me mato. Y te grité desde el descanso que teníamos Papa, que era argentino. Con lágrimas en los ojos te lo dije, porque lo eligieron el mismo día en que se murió tu padre. Tu padre ya lleva muerto diez años y tres meses. ¿Sabés que el otro día me enteré, escuchando a Nelson Castro, que los cadáveres tardan en llegar a convertirse en esqueletos entre ocho y doce años? El sol se apiadó de ese canto de palabras estrepitosas y la recibió. Se puso un vestido blanco sin mangas. Tenía manchas de la edad en la frente. Ella decía que era vitiligo. Llevaba unas alpargatas del mismo color que la hacían resbalar, pero lo negaba. A mí también me llegaba la tarde. Tibia. Despacio, mamá, te vas a matar con esas cosas que llevás puestas. Para nada, hijo. Estas alpargatas eran de tu abuela. Las encontré ordenando vestidos viejos en el armario del fondo. ¿Ves este que me puse? Está nuevo. Seguro que tu abuela nunca lo usó. Al fondo lo decoraban una pileta de lona vencida, sin agua. Algunas jaulas colgando de la medianera. Después venía la naturaleza: un geranio, tres rosales que parecen árboles de una isla desierta, plantas de lechuga y una maceta con una trampa armada para ratones. Tu padre la dejó armada, y yo la dejé así. Está lista para cortarle la cabeza a cualquier rata que baje. Quise explicarle que la ratonera estaba oxidada y debería tirarla, pero desapareció. De repente, era un bulto moviéndose adentro de una tela multicolor. Mirá hijo, le dije a Roque que me arme la hamaca paraguaya. Mirá qué linda es. Mamá se bamboleaba, gritaba, bajaba la voz, dudaba de algún vecino sospechoso de un robo. Todo adentro de la hamaca. Para un lado, para el otro. No la veía, pero estaba. ¿Sabés lo que le pasó a tu padre, una vez? Estábamos en Mar de Ajó. Habíamos viajado con Lalita, la perra salchicha tan buena que teníamos y con la casa rodante. Nadie tenía casa rodante en esos años pero tu padre era un aventurero. Pensé en mi padre. En la última vez que lo había visto en el hospital. Estaba casi muerto en una silla de ruedas. Mi padre rodante. Me miró a los ojos como queriendo robarme el alma, y me dijo: Mariano, no me dejes solo. Hijito, ¿Me estás escuchando? Es importante que sepas estas cosas vos. ¡Nos quedamos enterrados en un médano! Y no había forma de salir. Tu padre se volvió loco. Viste cómo era él. Fundió el motor de tanto que le dio al acelerador. Un porfiado. Después agarró un cuchillo que siempre llevaba en la guantera y de la rabia empezó a hundírselo a todas las ruedas. Ahí nos quedamos hasta que vino la grúa a sacarnos. Mamá seguía en su bamboleo y me acordé de aquel capítulo de Los Simpson cuando Homero tiene una hamaca que lo multiplica cuando la usa. Imaginé a miles de madres consultándose cómo hacer un soufflé de queso de una de mis tías, que era muy rico pero nadie se acuerda la receta. Las ví imprimiendo carteles que decían “Sé feliz” para colgarlos en las vidrieras del kiosko que atendió por treinta años pero que ya no existe. Las escuché besarme, con un amor aturdido, de alpargata mojada, escupiendo odio hacia los que me odian, amándome con una necesidad brutal y un poco triste. Mamá, se está yendo el sol. ¿Por qué no salís de la hamaca? Bueno, hijo. ¿Querés que te haga el soufflé de queso de tus tías? No sabemos cómo hacerlo, Má. Ah cierto, que perdimos la receta. La tomé del brazo. Como siempre, se dejó. Sentí su piel, tan cercana al hueso. Me dijo que cuando ella no esté más, que mire a la luna. A mi me encanta la luna, hijito. Mirala cuando no esté más. La tarde se desplomaba. Mientras la llevaba del brazo, me dijo: ¿viste los hilos de este vestido? son de oro, como el sol.