El médano de la vida

Mariano Cervini
6 min readFeb 10, 2021

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Hace dos años Inés murió en un accidente de tránsito. Volvía manejando por la ruta que une Azul con Buenos Aires. Pepa tenía un sarpullido y quiso ir a tratarla con el veterinario de su pueblo. La cargó en el auto, me dio un beso y se fue. Lo último que le dije fue: cuidame a Pepita. Los dos queríamos mucho a nuestro hijo-perro, como a ella le gustaba decir. A las tres horas de despedirnos ambas estaban muertas.

La policía me dijo que Inés había querido adelantarse a un camión, y que seguramente no calculó la distancia de otro que venía de frente. El 206 negro que manejaba quedó hecho una pelota de hierros. El auto se prendió fuego, hubo que llamar a los bomberos, me dijeron cuando firmaba sin pensar los papeles de la morgue. La reconocieron por la dentadura. No quise ver su cuerpo quemado. Pregunté qué había pasado con Pepa y me dijeron que no la habían encontrado, pero que no tenía sentido buscar sus restos.

Había llovido mucho aquel fin de semana y le pedí que no fuera. ¿Cómo vas a hacer tantos kilómetros por este perro sucio?, me acuerdo que le dije ese último domingo mientras ella acomodaba la ropa en su valija y se mataba de risa. Feo y sucio, como su papá, había dicho mientras Pepita le movía la cola. Yo estaba sentado en la computadora y sentí el olor a crema enjuague que bajaba por los rulos húmedos de Ine recién bañada. Ese olor que traspasaría la muerte mil veces para abrazarme.

Inés siempre había querido tener un perro. Llevábamos tres meses de casados y se la pasaba mirando en Facebook esas páginas de adopciones de mascotas. A veces me mostraba las fotos de algún cachorro desamparado y me decía: gordo, mirá, ¿no es lindo? . En la cena tiraba comentarios descolgados de cómo los perros alegraban la vida de las personas y cambiaba rápido de tema, como sintiéndose culpable. Me negué varias veces hasta que una noche que volvía de trabajar la encontré llorando abrazada a la almohada. Tenía puesto el pijama rojo que le había regalado mi suegra para su cumpleaños y la tele de fondo hacía ruido en algún canal. Quiero un perrito, me dijo y le dije que estaba bien. Era el amor de mi vida; no podía verla llorar.

En la morgue me dieron una caja con lo que Ine llevaba puesto que habían podido rescatar. Unos aritos chamuscados de plata que le había regalado para nuestro primer año de novios, el anillo que tenía grabado adentro la fecha de casamiento con mi nombre y una pulsera que habíamos comprado cerca del Museo del Prado, en nuestra luna de miel.

Ine no entendía nada de arte. Algunas cosas le gustaban y otras no, sin ningún criterio estético. Yo le decía que tenía buen gusto sin saberlo y su risa de calesita con caballos y luces encendidas me giraba en el alma. En El Prado la había visto quedarse un buen rato frente a una pintura de Goya. Era un cuadro chico, que tenía un perro al que se le veía solamente la cabeza, y que parecía estar subiendo un médano muy empinado en el medio de un desierto. La obra se llamaba “El Perro” y cuando le pregunté qué le atraía tanto, me dijo: ese no es un perro, es una perra. Se llama Pepa.

Pepa salió del cuadro tres meses después, cuando volvimos a Buenos Aires y le explicamos a mi suegra que no estábamos embarazados, ni que teníamos planes de estarlo. La fuimos a buscar a un refugio, un domingo. Desde ese momento fuimos un triángulo inseparable. Hasta que me quedé solo.

Estuve dos días en Azul hasta que me entregaron el cuerpo. Inés nunca quiso funeral ni flores. Los padres querían que le hiciéramos uno, pero me negué. Les mostré como prueba un video que había grabado con el celular para nuestras últimas vacaciones, en las que se veía a Ine en una reposera en Bahía, diciéndome con un coco en la mano: a mí me gusta el cachengue, bailar joda-joda; no me gustan ni los funerales ni las flores. Si me muero antes que vos, cremame y listo. El video terminaba con Ine saludando a la cámara en una risa que pertenecía al pasado.

Pasó un mes. Empecé el gimnasio y aprendí a nadar. Algunas noches me despertaba con el olor a la crema enjuague de Ine en el aire. A veces volvía de trabajar y gritaba: hola , en el mismo tono que lo hacía cuando Ine vivía y Pepa saltaba a recibirme, pero no había nada más que silencio. Bajaba la mano al borde de la cama para acariciar a Pepa o le comentaba a Ine alguna cosa que miraba por televisión. Otros días me dormía en el sillón del living, mirando el video de nuestro casamiento en la notebook y las fotos de nuestra luna de miel. Le hablaba a la pantalla como si Ine y Pepa pudieran escucharme o volver de alguna forma.

Un domingo manejé hasta el lugar del accidente. Esa ruta la habíamos hecho mil veces con Ine y Pepa atada en el asiento de atrás, con un cinturón de seguridad para perros que habíamos comprado por Mercadolibre y que a mí me parecía ridiculísimo. Mirala qué linda, gordo, mirá cómo va nuestra Pepa, decía Ine cuando le ponía el cinturón y la aplastaba de besos.

Cuando llegué, dejé el auto al costado de la ruta y caminé. Hacía frío y me sonó la voz de Ine en mi cabeza retándome porque nunca me abrigaba. Había poco tráfico y de vez el cuando el sonido de un camión a toda velocidad empañaba la limpieza del cielo.

El pasto en la banquina estaba muy crecido. Me tapaba las botas con las que había ido por si había barro. Caminé hasta unos álamos y miré el campo. Querés mate, me decía Inés en mi cabeza, y me acariciaba la mano cuando me metía los cambios del auto. Encontré algunos hierros retorcidos. Todavía estaban las marcas de las gomas del 206 en el pavimento. ¿Qué es el mundo, Inés? ¿Qué es estar vivo? , me acuerdo que le dije al aire y una bandada de pájaros que iba volando muy lejos desapareció en el horizonte. Cuando miré al suelo nuevamente me llamó la atención algo que brillaba entre los yuyos. Me agaché a revolver el pasto y encontré un enganche de acero del que colgaba lo que quedaba de una cuerda chamuscada. Lo reconocí en seguida. Era el cinturón de seguridad de Pepa.

Volví a casa muy tarde y al otro día compré una reproducción del cuadro de “ El Perro “ que había visto en Mercadolibre. Lo puse en mi habitación. Esa noche soñé con Ine. Estaba vestida de blanco, como un fantasma. Los mismos ojos, la misma sonrisa de elefante cansado. Qué es esa sonrisa de elefante cansado, le decía yo cuando la veía un poco melancólica por cosas que nunca supe, y ella se tapaba la cara, como si le hubiese descubierto un secreto. En el sueño me hablaba del cuadro. Pepa va a volver, me decía y agregaba las mismas últimas palabras que yo le había dicho a ella antes del accidente: cuidame a Pepita. Me desperté con palpitaciones. Miré el cuadro de Goya y en la oscuridad de la noche me pareció no ver al perro subiendo por el médano. Fui al baño, me mojé la cara y cuando volví a la habitación, arriba de la cama moviéndome la cola, estaba Pepa.

Pepa, Pepa, le dije y me arrodillé para buscarla. Le acaricié el lomo. Lo tenía distinto, le brillaba un poco en la oscuridad. La abracé y lloré hasta que me quedé dormido. Al otro día me desperté solo, acurrucado en el piso del departamento. Me dolían la espalda y el cuello. Fui al baño y me lavé los dientes. Cuando entré a mi habitación, miré la pared y el perro había vuelto al cuadro. Subía por el médano de la vida hacia un lugar desconocido.

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