Mariano Cervini
5 min readJun 20, 2022

Hoy hace cuatro años que se murió papá. Lo supe por el Facebook de mi vieja que publicó: “Alberto, hoy hace cuatro años que te fuiste y el amor sigue intacto. Cuatro años de ese viaje sin retorno”. Lo leí y pensé: suerte que es un viaje sin retorno. Pero vuelve. Todo el tiempo está volviendo.

Papá heredó un campo de mi abuelo, en Río Negro. Un desierto de pocas hectáreas que él se encargó de resucitar. Mi padre sabía hacer muy bien dos cosas: plantar árboles y odiar a la gente. A todos en general. A sus amigos los criticaba por atrás. A su familia, por adelante. Este Juan es un boludo, solía decir de Juan, un vecino carmeleado tan facho como él, con el que se la pasaba hablando de carreras de autos. Por suerte Juan también está cerca de la muerte. Hace poco mi vieja me dijo que le diagnosticaron un cáncer de ano. Que a un tipo de mierda se le meta el cáncer por el culo, me parece una metáfora de la vida hermosa.

Papá no murió de cáncer, pero tuvo una muerte tan lenta y tan dolorosa que hasta a mí me dio lástima. Estuvo dos años internado en una clínica de rehabilitación del barrio de Belgrano. La cara se le fue consumiendo, los gestos de soberbia de cuando estaba sano cambiaron por los de un perro lastimado con sarna. El día que dejó de caminar salió de la consulta médica en silla de ruedas arrastrado por sus propias puteadas. Esto es culpa tuya y de tu madre, basuras, que no eligieron bien los médicos y que quieren verme muerto. Pero no se van a librar tan fácil de mí. Van a ver, dijo, y tenía razón. Ese último año papá hizo todo lo que pudo para seguir vivo. Entró cinco veces al quirófano y salió las cinco. Una de las miles que lo despedíamos, acostado como estaba, en una camilla, me dijo: yo los quiero mucho, no sé porqué soy tan hijo de puta.

Papá veía a la gente como figuritas que se cambian en el recreo largo. Te cambio este pelotudo por este pelotudo. Listo. Ahora te cambio este otro tarado por aquel imbécil. Siempre tenía algún infeliz al lado, como les decía él, para compartir la malaria de la vida. Los amigos no le duraban mucho. Los seducía con su dialéctica de lo que estaba bien y lo que estaba mal para vivir. El asado se prende con un solo fósforo. El gobierno de Onganía fue el mejor de la historia argentina. Adriana Varela canta los tangos como el orto. Los hermanos Gálvez eran mejores que Fangio. Un abogado es la peor basura de la humanidad. El hombre siempre debe llevar un pañuelo de tela en el bolsillo.

Por adelante se mostraba cordial. Qué hacés Juancito, tanto tiempo querido. Cuando Juancito se iba, al primero que tenía cerca le tiraba: éste es un pelotudo. Se aburría de la gente porque la usaba. Si el amigo perdía la utilidad, si te he visto, no me acuerdo, como le gustaba decir.

Por eso se llevaba bien con los árboles. Porque los árboles no le contestaban, ni se movían, ni lo contrariaban. Eran su prototipo de hijo. Les ponía un palo guía para que crecieran derechos. Al que se torcía lo arrancaba de raíz. Compraba álamos en un vivero de Zapala y los llevaba por un camino de tierra más de cien kilómetros, cargándolos a caballo, en sulki. Pero Alberto, ¿Por qué no te comprás una camioneta? si vos tenés guita… se atrevió a decirle un amigo que automáticamente fue intercambiado por otro.

Su día oscilaba entre la euforia absoluta y la depresión total. A la mañana se entusiasmaba con ideas de poner un complejo de cabañas en el Sur, después hablaba de hacerse amigo de algún concejal, para poner un buen restaurant en San Martín de Los Andes, algo con banca, decía él. De tarde se iba al campo y plantaba sauces y álamos. Se lo veía desde la casa, como un puntito de viento agachado entre los pocos yuyos de la tierra árida. Volvía y se sentaba en el frente de la casa, un rancho decente de ladrillo que también había construido. Por aquel entonces no estaba físicamente enfermo, pero para mi siempre lo estuvo. Miraba las montañas mientras se tomaba una cerveza con las uñas negras de la tierra que había arañado. Se sentaba y muy bajito, se ponía a llorar. Para qué hago todo esto, si total me voy a morir, le decía a mi vieja, que le traía algún queso cortado con pan. No digas así Alberto, está tu hijo. Mi hijo es un boludo.

La última navidad, que ya no podía ni estar en la silla de ruedas del dolor, nos pidió que lo lleváramos a casa. Vamos al campo Mariano, llevame a despedirme de mis árboles. Lo cargamos en la parte trasera de una Ford F-100, con un camillero. El médico no estuvo de acuerdo. Se lo llevan bajo su consentimiento, dijo. El médico lo despidió y le dijo: Alberto, usted siempre se sale con la suya. Cuando el cuerpo exprimido y huesudo de Papá estuvo acomodado en la chata, se sonrió y me dijo: este médico es un pelotudo.

Llegamos al campo. La tarde era un naranja que destilaba nubes detrás del cielo. Había un frío como del escenario de un teatro antiguo en ruinas jamás descubierto. Nos acompañó uno de los camilleros y entre los dos lo bajamos de la Ford. Mamá lo festejaba con un vamos Alberto vamos, mientras le metía bollos de billetes en el ambo al camillero.

Papá gritaba que lo bajemos despacio, que éramos bestias, animales. El eco de su grito se perdía entre los cañadones de las montañas, en las cumbres que mamá me había explicado que siempre, pero siempre tienen nieve, como si para ellas nunca pasara el tiempo. Quiso usar la silla de ruedas. Ya no había ni un solo indicio de que ese lugar alguna vez hubiera sido un desierto. Sus árboles habían crecido tanto que tapaban la casa. Habían pasado más de veinte años.

El cielo del sur parece pintado con los ojos del que lo mira. Sobre todo en diciembre, el mes en que se pueden escuchar por las tardes las cornadas de los ciervos que entran a pelearse por las hembras en celo. El mes en que los pumas esperan que las ovejas se duerman en el corral para enseñarle a matar a sus crías; el mes en que el río viene alto desde las cumbres, cargado de agua del deshielo. Mientras arrastraba con su silla de ruedas a papá por el sendero que daba a la casa, por primera vez en mi vida lo vi aplaudir. Tenía las manos amarillentas de la medicación. Se le notaban las falanges con claridad debajo de la piel. Lloraba y aplaudía como si aquel teatro antiguo que nadie veía, se desplegara ante los ojos de papá. Mirá mis álamos, Mariano, mirá cómo crecieron, la puta que me parió.

Mamá sostenía el palo con el suero al lado de la silla de ruedas. Un olor a tierra húmeda se desprendía de los canales de agua que bajaban llenos. Papá abrió las manos, me miró y me dijo: todo esto ¿para qué? y no supe que contestar. Nos quedamos los tres cerca del abanicar constante de los álamos en la brisa. La poca luz del día, esa única sustancia natural que nos iluminaba, se iba apagando.

Mariano Cervini
Mariano Cervini

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