Ayer quise escribir pero no pude. Dejé la computadora encendida y me quedé dormido. Es enero y mamá se fue al campo. Soy un hombre grande al que le cuesta aceptar el paso del tiempo y de la vida. A la tarde, cuando el sol se muere, me gusta ubicarme en el balcón francés de mi departamento y respirar un poco de ese aire de un Almagro despidiéndose de la luz del día.
A veces pongo un vinilo de Jhonny Cash en su etapa de hombre grande que sabía de su cercanía con la muerte y me fumo una o dos secas de porro mientras aparece el lucero en el cielo. Dejo que la droga se coma mi alma, que la invada y la deje en un estado de suspensión frente a tanto dolor. Por lo general funciona.
Hoy me masturbé mucho, casi todo lo que pude, y cuando mi cuerpo no tuvo más semen me pidió que fuera a comer algo. Aplaco la ansiedad de este siglo hiperconectado en la que todos postean fotos felices con círculos viciosos que incluyen coger, fumar, ver películas en mi proyector gigante, tomar agua helada con jengibre y limón, acariciar a Lola, leer muy de vez en cuando y jugar al fútbol. De fondo, la tele muestra partidos de la Premier casi todo el día en que vago en pelotas por la soledad de esta caverna donde vivo y acumulo deudas que van agrietando mi corazón.
Ayer vi Nosferatu. Qué hermosas imágenes tiene. Sobre todo me gustaron las del monstruo sorbiendo sangre del pecho de cada víctima. La historia va de un bicho que se calienta con una morocha hermosa. Ella intenta rechazarlo, pero él se le aparece todo el tiempo en los sueños. ¡Qué espectaculares que son los sueños! Ese lugar que no entendemos ni dominamos. Hay algo de lo monstruoso asociado a lo indeseable, pero también a lo imposible de detener, como una paja infinita que te hace perder tiempo un sábado a la tarde, pero que no podés largar porque es más fuerte que uno. Lo mejor es dejarse llevar, qué querés que te diga. Dejar que el vampiro te muerda y que empiece a quitarte la sangre en un acto de placer y dolor casi iguales.
Después de la paja monumental en la que puedo estar horas sin acabar, horas sin pensar en otras cosas más que en el placer puro, después del semen revoleado a chorros, de la blanca mantecosa explosión dadora de vida salí volando a comprar medialunas, pero tuve que improvisar porque la panadería que me gusta está de vacaciones.
Encendí el auto con las últimas gotas de nafta que le quedan en este mes de malaria y salí para Rivadavia. Poca gente, las calles sucias, descuidadas, los containers del GCBA desparramados de ratas vivas y muertas comiendo pedazos de verduras podridas en el sol.
Me acordé de que cerca de Yatay había una panadería bastante buena. Un viejo se me quiso colar pero no lo dejé. Adelante de mí, un venezolano altísimo elegía facturas a los gritos y luego pagó con débito, algo que me dio bronca. No podés pagar dos medialunas con débito, te falla la cabeza. Yo tenía algunos billetes que entregué después de pedir media docena de manteca y un alfajor que resultó seco como ano de mandril.
A la vuelta, me sedujo un choclo reluciente que descansaba en su ataúd de madera improvisado por el verdulero. Lo veo y lo quiero, lo quiero y lo tengo, lo tengo y lo wandanereo. Me llevo dos y una docena de huevos. La soledad no tiene matices. Las calles de Buenos Aires se llenaron de tontos que creen que tienen derecho a hablar sin pensar porque pagan sus impuestos. Son energúmenos, tarados, civiles sin ningún tipo de civilidad, a los que odio profundamente. Son casi toda la gente. El sol se fue y vuelvo volando a casa, repasando los lugares de Almagro por los que tengo recuerdos desde los tres años.
No sé si voy a estar vivo mañana.