15 de octubre

Mariano Cervini
8 min readOct 16, 2024

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Cuando me siento frente al teclado siempre me pasa lo mismo. Ese miedo a que lo que estoy escribiendo lo lea gente a la que quiero y que les duela o peor aún, que lea alguien al que le parezco un idiota y se ría. Me chupa siete toneladas de pijas. Listo.

Esta ya no es mi vida, yo vivo en la nostalgia de los partidos donde no había que aclarar quién era José Luis Félix Chilavert y porque aquel partido en El Amalfitani contra el Boca de Maradona fue una experiencia de quiebre en mi vida.

Recuerdo mirar la repetición -en mi época no se usaba decir “repe” o “peli” estábamos capacitados como para entender que hablar como pelotudo estaba mal y daba mucha vergüenza- en Fútbol de Primera, en la Toshiba de 14 pulgadas que mi Tía Ester tenía en el comedor diario de su casa en Belgrano y Castro Barros, en Almagro.

No sé cuántos años tendría yo. Ponele que ocho o quince, no importa. Mi nivel de idiotez por esos años era astronómica. Estaba totalmente dominado por la mirada de mi padre, el piano y la necesidad de aprobar todas las materias del colegio para que no me caguen a palos por semanas. Yo aprobaba todo. Tocaba el piano también, como un animal. A mi padre le daba orgullo que yo fuera buen alumno, lo que le hacía ruido era que leyera tanto. Tenía miedo de que tantas ideas me cambiaran, me llenaran la cabeza con basura, como él decía. Un poco tenía razón.

Bueno, vuelvo a Chilavert. Un tipo nefasto, un desagradable, un pendenciero paraguayo chupapijas, un soberbio hijo de remil putas que escupía periodistas con garzos elaborados con mucho pollo verde pastoso y que cabeceaba rivales cuando el árbitro miraba para otra parte. Sin embargo, yo lo admiraba. Entendía que todo eso era una pose para quedar construir su gloria personal que era la de todos los que amábamos el fútbol.

Es un paraguayo de mierda, decía papá cuando mirábamos algún partido pero él también se daba cuenta de que estaba hecho del material cósmico con el que se forjan los grandes.

El año pasado tuve dengue y estuve a punto de morirme. Los glóbulos blancos me bajaron a un nivel irrisorio y tuve que firmarle un poder a un médico indicándole que no quería irme de mi casa. No pienso morir en un hospital, pensé. En esos días de delirio veía cómo mi padre se posaba al borde de la cama y teníamos conversaciones sobre fútbol. ¿El Cholito Simeone? Un muerto. ¿Te acordás cuándo jugaba en Racing? Mamita querida, no agarraba a nadie, decía mi padre mientras en este plano la realidad pasaba quedarme callado y esperar.

¡Chi-la-vert, Chi-la-vert!, gritaba la tribuna más amarga, fría y congelada del planeta cada vez que este monstruo sacaba su lomo enorme bajo el buzo negro de letras amarillas que parecía ir formándose a medida que los gritos del estadio lo repetían al infinito por el túnel y llovían papelitos y banderas como lenguas de fuego.

Una época de fútbol libre, un fútbol pirata, divino, pasional sin explicación, como chaparse de golpe a una compañera de laburo contra una columna a las cuatro de la tarde y sentirle las caderas por primera vez. Una Primera División sin vares, ni partidos detenidos por 35 minutos, con árbitros vestidos de negro, alambrados que ensangrentaban las manos de quienes osaban treparlos para gritar un gol.

Un fútbol donde Diego Armando Maradona puso un recurso de amparo en la Justicia y fue habilitado para jugar mientras seguía tomando merca, meándole la cara a los trajeados de siempre.

Además, ese fútbol no terminaba los domingos, se extendía toda la semana en el colegio, cuando el lunes empezábamos a hablar de las mejores jugadas de la fecha, calculábamos a mano los goleadores y anotábamos en papeles arrugados de hojas Rivadavia posibles variantes de juego de la Selección en caso de que el hijo de mil putas de Passarella por fin convocara al Pájaro Caniggia.

Te extraño, Pájaro, te quiero mucho, que hijos más boludos que tuviste hermano, te compadezco.

Voy a contar lo que me acuerdo. No pienso guglear nada porque mi recuerdo vale muchísimo más que la realidad y estoy seguro de que los hechos acontecieron como los voy a contar.

Aquel día, el Boca del Maradona visitó a un Vélez impresionante fogueado por el enorme Carlos Bianchi, quién haría historia en ambas instituciones pero primero con El Fortín, llegando a ganar una final del mundo contra el mejor Milan que mis ojos recuerdan.

¿Vieron que los ojos son los que recuerdan? El cerebro no. El cerebro es un invento de los giles para hacernos creer que somos parecidos a los monos. En cambio, en los ojos tenemos todo, nuestra historia va sellada ahí y cada mirada que damos es un recuerdo de ese sello que le regalamos a los demás, por eso no me gusta andar mirando a los ojos a cualquiera.

A ver papá, ayudame un poco. ¿Te acordás de Diego? Ya sé que vos no le decías así, vos le decías Maradona a secas con un dejo de solemnidad como alguien que nombra algo prohibido o demasiado importante, como el amor o la muerte.

Bueno, no me distraigas, padre, ¿te acordás de Maradona?

Ese día entró a la cancha como un dios apagado y violento, como un Zeus al que le robaron una cabra que se estaba por desayunar y tuvo que bajar del Olimpo a buscarla. Ahora lo veo más claro, Papá. Maradona odiaba esta Tierra de mortales porque le costaba vivir entre ellos. Por eso los que no lo entendían lo querían matar, pero él siempre los burlaba con su sonrisa eterna, la que le pidió prestada a Gardel para jugar a la pelota.

A mí lo que me hacía ruido era que Diego no usaba más la franja amarilla en el pelo, esa que lo había devuelvo al verde césped como un resucitado, la herida poética, el listón dorado que se había traído desde el Infierno por haberle ganado de nuevo una batalla a Don Parqui. Vieron que hablo mucho de La Inevitable. Tengo una obsesión. Cuando el dengue llevaba mis glóbulos blancos a ocho mil, sentí que me despegaba de la cama y me veía desde arriba, acostado, mi madre y el médico rodeándome, como en un cuadro de algún pintor trasnochado alcohólico estadounidense.

A lo lejos, se escuchaba el segundo movimiento de un concierto para piano de Brahms, creo que el que está en re menor.

No había dolor, el llanto era un eco en la figura de mi madre que se ausentaba y yo, sin hablar, le pedía por favor mamita, no llores, sos lo que más quiero en toda mi vida, mamá, por favor, voy a estar bien, vamos a estar todos bien en este mundo o en el que viene.

Boca peleaba la punta con el Vélez de Bianchi y ese partido prácticamente definía el campeonato. No me acuerdo exactamente si lo definía, en mi cabeza era así, en mi época estábamos acostumbrados a pensar, imagínense ustedes que no había celulares y todavía no habíamos perdido la facultad de contemplar y razonar.

Dos de los arqueros más grandes que dio el fútbol argentino fueron Chilavert y Navarro Montoya.

A mí siempre me gustó más el segundo, porque me encantan los guardametas voladores, esos que dejan la vida elevándose al infinito en una mano, como mi favorito, Luis Islas, o el gran Ángel David Comizzo.

Chilavert no era de volar porque no le daba el físico. Era más un gordo puto con muchísima confianza, reflejos de platino y una pegada demencial. El Hombre del Bulldog en el Buzo acariciaba lo áspero en cada tiro libre y la clavaba en los ángulos. Dicen que se quedaba hasta la madrugada, sin comer, pateando tiros libres, hasta que algún asistente le gritaba ¡José Luis, tengo que cerrar! y le mostraba las llaves del estadio para que la bestia dejara de rugir por un rato.

La última chica de la que me enamoré me dijo que a mí las palabras me salen de la nada, como si estuviera bajando la idea de otro, como si fuera un médium, y la muy hija de puta tenía razón, por eso no voy a poder dejar de quererla nunca.

Bueno, a Chilavert le pasaba algo parecido con los pies, no sabía lo que estaba haciendo, pero no dejaba de hacerlo porque entendía que lo más importante en la vida es no parar cuando encontraste la veta ínfima que te hace quién sos.

Hace muchos años estuve en una mina de plata, en Potosí, y cuando estábamos enterrados a tres mil metros de profundidad, sintiendo los latidos de la Tierra, uno de los mineros que nos acompañaba me dijo: lo importante acá es sentir el hilo de plata que es tuyo, antes de conocerlo es él quien te habla, por eso cavamos todos en silencio, para escuchar nuestro destino.

Chilavert escuchó su destino.

Como aquella vez que agarré de la mano a Florencia en esa fiesta de disfraces y nos escondimos atrás de una cortina y yo saqué el celular para hacerle algunas fotos y ella tenía una vincha de luces en el pelo que la hacía el amor de mi vida y pensé que estaba cagado porque no quedaba otra que darnos un beso, ahí, en medio de esa oscuridad, buscamos nuestro hilo de plata y resplandecimos.

Bueno, Papá, perdoname por tanto desorden en lo que estoy contando, es que se me viene la vida encima, viste, como ráfagas, como demonios sin cabeza que quieren robarme la mía para vestirla en sus despedidas de solteros. Después de encontrar su fibra de platino en las estrellas, Chilavert hizo 62 goles, lo que lo convirtió en el segundo arquero más goleador de toda la historia, detrás del brasilero amargo, puto y cagón de Rogerio Ceni, un detestable y soberbio hijo de remil puta, un enfermo mental de la valla, como todo portero que se precie del puesto que ocupa.

Padre, Padre, ¿Acaso lo viste a Maradona subiendo esa escalera invisible que dicen que hay cuando subís al Cielo? Claro, vos no, querido Padre, porque tenés bien reservado en el Infierno esa habitación cinco estrellas que te fuiste armando mientras estabas vivo. No se puede perdonar lo que ya pasó. El pasado es un plato de cerámica japonesa delicadísimo y si lo rompés contra el suelo no podés pretender que pegándolo te quede igual.

Lo roto queda roto. Como me rompiste Papá, ¿cómo pudiste ser tan verga? Yo igual ya te perdoné y desearía que no estuvieses ardiendo en el loft de los psicópatas pero viste cómo es esto, la cuestión de los pecados y todo ese berretín que parecía mentira y parece que es verdad… igual para mí lo peor siempre va a ser estar vivo y ser un hijo de puta con las personas que te quieren, por eso estás condenado, así que ahora jodete.

Igual gracias por venir a saludar de vez en cuando y no ser cruel, seguro estás pagando tus cagadas en vida, aunque lo más probable es que estés muerto y que no haya nada más que ese silencio horrible de hospital que dejaste el día en que te encontré muerto y lloré sobre tu pecho y no exageré nada, ni un poco, lo mucho que te amaba, sorete de mierda.

Chilavert era un arquerazo. El partido contra Boca lo dirigió Castrilli y les robó el encuentro a los bosteros. Lo vimos a la noche, con mi padre, por Fútbol de Primera, y los ojos celestes de mi viejo se abrieron como un ventanal al espacio cuando por unos segundos lo vi alegre, y pensé, papá es otro, y le quise decir que estaba bien ser bueno, que capaz el lo intentaba pero que no era suficiente, pero dejé que el televisor con los relatos de Marcelo Araujo y comentarios de Enrique Macaya Márquez sostuvieran aquel momento en que ambos observábamos un partido de fútbol, vivos, un poco solemnes, pero vivos.

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Mariano Cervini
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